Caminas
Caminas. Avanzas un pie delande del otro, en una secuencia mecanizada hace demasiado tiempo. La brisa circula por el rostro. Huele a mar, cierras los ojos y ves tu mar. Los vuelves a abrir, y sólo queda el Guadalquivir a tu lado, y un dulce recuerdo de tus rías, lejanas en la distancia. Sonríes, adelantas a alguien anónimo. Sigues caminando, con mecánica zancada. Desvías la mirada hacia el suelo. Hileras de desgastadas losas cubre un irregular suelo, no dando demasiada continuidad horizontal. Esquivas un saliente, sobrepasas un bordillo, rodeas un escombro, con cuidado de no tropezar. Alzas nuevamente la mirada, de espaldas al sol. O a lo que ya queda de él. Estás cansado, y apenas lo sientes a estas alturas. Caminas de forma inconsciente, varios metros, varios cientos de metros. La lejanía se trasforma en cercanía. Delante se convierte en detrás sin que puedas darte cuenta. Sigues caminando. Sabes que los pies te duelen. Lo sabes de una forma racional. Sabes que tienen que doler, aunque hace bastante que quedaron insensibilizados. Respiras hondo una vez más, y exhalas lentamente, saboreando cada molécula. Sientes un pinchazo en el rostro. Un pómulo se ha quejado. Un diminuto músculo protesta por el esfuerzo. «¿Y tú? ¿Qué quieres ahora?» le exhortas, algo desconcertado. Fugazmente piensas por qué se quejará ese pequeño músculo, cuando tienes medio cuerpo castigado desde hace tanto, realizando un esfuerzo del que dejaste de ser consciente hace tiempo. Entonces tu mente sonríe y sabe por qué protesta. ¿Acaso no lleva el mismo tiempo que el resto intentando que esboces una sonrisa? No cuesta tanto dar un poco de bondad y humanidad con tan pequeña mueca. Cruzas la calle. Aún estás muy lejos, y sin embargo... «¡Ya estoy en casa!» has exclamado en tu mente, donde nadie puede oírte. «Click, click» oyes en ese momento. El sonido se repite con cierta pauta, a cada paso. «Click, click» vuelve a sonar. Otra vez más. Y otra. No suena sincronizada con la música que oyes, aunque no dista demasiado en realidad. «Click, click». Es el sonido del cierre de la bolsa mientras caminas, el repicar de tu paso, como sirena de ambulancia, que indica de forma indirecta tu presencia. Sonríes. Sabes que es inútil intentar acallarlo. Lo adoptas como parte de tu esencia y, no sin cierta resignación, aprietas el paso para intentar igualar la cadencia de la canción que está sonando ahora. Y avanzas una vez más, en el silencio de la noche, bajo el manto de la nocturnidad, acompañado del mecer de la brisa. Y llegas por fin a casa, en la lejanía.
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