Yo, trébol

Cuando un trébol está solo y alza su mirada hacia la luna,
le susurra al dulce viento palabras que nadie puede oír

sábado, 22 de setembro de 2007

Mudo de dolor

Y bajó por las rocas desnudas, con pies desnudos y torso enfundado en blanco camisón. Y corrió, cubierto de sudor bajo un cielo estrellado, bañado por rayos de plata, mecido por la dulce brisa que no conoce al sol. Y se detuvo al contemplarla. Allí estaba ella, sentada en una roca, con los pies dentro del agua, haciendo surcos de pequeña espuma. Y, como todas las piedras que les rodeaban, así estaban ellos dos: Inmóviles, silenciosos, de expresiones endurecidas y miradas perdidas. Él sabía qué quería decir, ella sabía qué quería escucharle decir. Pero ninguno de los dos habló. Él había ido hasta allí, sabía que ahí la encontraría. Ella había ido hasta ahí, sabía que allí la buscaría. Uno quería encontrar, la otra ser encontrada, pero aquella noche en las rocas, ninguno rompió el murmullo del agua.
«¡Mira cómo derrama lágrimas mi arroyo, Míl! ¿Por qué no derramas tú alguna?», se gritó Scota, como si lo pudieran oír los dos.
«¡Perdón! ¿Podrás perdonarme alguna vez? ¿Podrás perdonarme el día que no salga el sol? ¡Perdón!», pensó Míl, mudo de dolor.
Pero el silencio no se rompió. Tan sólo el fluir del agua y el susurro de la noche murmuraban ante aquellos dos. Y, de repente, una de las estatuas se movió. Y aquél que vino corriendo veloz, con pesadez y lentitud se marchó. Y sólo quedaba Scota, sentada al borde del arroyo que jugaba con sus pies. Y de Míl, sólo la sangre de sus pisadas quedaba en la dura roca, ahora coloreada. Y el arroyo dejó de ser dulce, y sus aguas tornaron saladas, y quedó ese riachuelo bañado por unas dulces lágrimas en el silencio de aquella cálida madrugada.


Y podrás pensar, y con razón, ¡qué estúpido fue Míl! Tan estúpido fue él como yo lo fui. Porque yo... yo tampoco te pude pedir perdón.