El hada de la flor
Hubo una vez un niño que creía en las hadas. Se sentaba cada día en el camino que salía de su casa, en la vera del bosquecillo que rodeaba su hogar. Admiraba las flores que crecían allí, junto a los árboles de dura corteza y frondosas ramas. Pensaba que las hadas vivían allí, en las hermosas flores de pétalos anaranjados que cubrían la tierra. Creía que, algún día, podría ver una, revoloteando lentamente entre las flores. Todos los días se acercaba a aquél lugar, esperando con paciencia, observando inmóvil. Cuando llovía, el niño llevaba un pequeño chubasquero azul. Cuando hacía frío, llevaba una bufanda de lana con una flor bordada. Cuando hacía calor, llevaba un pantaloncito que dejaba al descubierto sus pequeñas piernas, y unas chanclas de esparto, rematadas en tela.
Sus amigos se burlaban de él, porque sabían que no existían las hadas, y que las flores no son más que flores. Pero este niño sabía que las hadas existían, y que vivían en el diminuto bosquecito de pétalos anaranjados, donde pasaba las horas del día.
A veces una brisa sospechosa acariciaba los mechones del niño, al par de las briznas del bosque y de las ramas más bajas. Una caricia suave de la mano invisible del viento, recordándole por qué esperaba. Él se limitaba a sonreir, agazapado junto a las flores, esperando a sus diminutas moradoras. Solía acudir cuando el sol estaba bien alto, y marchaba cuando el sol estaba desapareciendo, tiñendo el cielo del color de los pétalos. A veces acudía antes del alba, y otras tantas marchaba con la venida de la dama de plata.
Llevaba varios años acudiendo ineludiblemente a su cita y, aún sin haber encontrado a una sola de las muchas hadas que allí vivían, siempre marchaba con una sonrisa de felicidad en su rostro. Nunca sabía el tiempo que llevaba observando el bosquecito anaranjado, y las horas se le pasaban a gran velocidad. Pero más años pasaron, y el niño fue dejando de ser niño. Poco a poco la parte de niño que le quedaba fue la única que recordaba con claridad cómo vivían las hadas allí, en un campo de flores, y cómo la brisa que mecía sus rubios cabellos eran los aleteos invisibles de las pequeñas criaturas, que le hacían burlas y señas a su invitado.
Y llegó el momento en el que ese niño quedó encerrado lentamente en lo más profundo del recuerdo, y las flores volvieron a su soledad. Y el que fuera niño olvidó que había hadas que le esperaban, allá en la vera del bosque, y dejó de buscarlas, y dejó de acudir a su llamada. Pero ese pequeño niño, aunque confinado en las profundidades de la consciencia, seguía sin olvidar que las diminutas hadas le llamaban entre las flores anaranjadas.
Más años pasaron aún, varios lustros, algunas décadas. Y, un día, la celda del pequeño niño se abrió, y el niño caminó por los senderos oscuros del olvido, hasta la luz de la consciencia. El pequeño niño caminó con paso firme y seguro hacia el recuerdo de las flores, atraído por una intensa luz que brillaba en el interior del que una vez fuera niño, buscador de hadas. Ese día conoció por fin a un hada, y fue consciente de su error. Ese día te conoció y aprendió que, las hadas, flores son.
4 Comments:
oins, qué bonito :D
Las hadas existen. Nunca dejes de creer en ella ;)
Muy sensorial.
Desde un principio te envuelve como en un sueño,
te atrapa, te sumerge,
sientes la brisa y ves los colores...
...el tiempo a tu alrededor se detiene.
Gina.
Jo :$
Voy a tener que escribir de cosas más tontas, que me avergonzáis entre todas con vuestras palabritas u_u
A ver si la siguiente os gusta también, aunque es más... sombría :P Tengo que desarrollarla aún ^^;
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