Yo, trébol

Cuando un trébol está solo y alza su mirada hacia la luna,
le susurra al dulce viento palabras que nadie puede oír

segunda-feira, 29 de outubro de 2007

Noche en Sevilla

Hace mucho que no escribo aquí, es totalmente cierto. Muchas veces salgo a pasear cuando la luna hace acto de presencia, y pienso cosas que antaño escribía aquí. Pero esta vez estoy en la calle, con la mente divagando, acompañando a la brisa que me acaricia la espalda. Y le hablo a la luna, en susurros que nadie más puede oír. A veces, dulces rimas me hacen sonreír. Otras veces, le pregunto preguntas que no sabe responder. Y vuelvo a sonreír, por mi necedad, por creer en ella y en mí.

Y, a veces, recuerdo que tengo una cámara de fotos.



Lo que realmente no olvido, es a vosotros.


domingo, 21 de outubro de 2007

Los animales de dos en dos

Hoy toca momento musical, para despertar el conocimiento y disipar las dudas de la gente, que oye una cosa y se cree que es la novedad del momento.

Esa canción de un famoso anuncio que yo no había visto nunca hasta ayer, aunque había oído mucho hablar del mismo. El anuncio en cuestión es éste:


A los diez segundos de anuncio ya sabía yo que la canción era otra que yo ya conocía desde hace mucho. A los dos minutos ya la localicé en mi mente. Si yo conozco la canción, todos deberéis de saber qué tipo de canción es. Pues sí, aquí está:


Y, obviamente, no soy el único que se ha dado cuenta. De hecho, hay un vídeo que lo ilustra bastante bien:



Para más información, como siempre, visitad la wikipedia.

Igual esta entrada abre una serie de escritos relacionados con la música, quién sabe.


sábado, 6 de outubro de 2007

V de viernes

Y paseas una noche de viernes, como otra de tantas. Esta vez no hay luna, o quizás dormita escondida tras alguna densa nube que no atisbo a vislumbrar con mis somnolientos ojos. Ayer la ví, estaba menguante, preciosamente iluminada, recortada contra su silueta que, más que verse, se intuía. Era radiante, y hoy la echo en falta en mi cielo. Sólamente luces artificiales iluminan la vía. Las farolas bañan con una luz amarillenta las empedradas e irregulares aceras, mientras acarician con suavidad los bordes del negro asfalto. Los coches y las motos proyectan divertidas sombras los unos contra otros, desde muchos ángulos, desde todas partes. Es tarde, y el tráfico crece por momentos. También están los semáforos, que tiñen de verde y rojo, y un ámbar tilitante los espejos, cristales y demás mobiliario urbano.

Muchas luces de colores se dejan ver en la distancia, indicando escaparates multicolor con muchos objetos de escaso valor y nulo interés, o bien un cajero vigilado por cámaras y conectado directamente con una central de seguridad, con una cerradura de considerable rigidez y fiabilidad, tras cuyos transparentes muros dormita una persona que no ha encontrado hoy mejor lugar para esperar el alba. Quizás también esté a salvo del ruido que impera hoy en el exterior.

Y yo miro alrededor, acompañado de ellos dos. Y todos vemos lo que hay, y a ninguno nos agrada. Frenazo largo, acelerón corto, bajos y altavoces móviles cruzan la calzada. Y seguimos conversando sobre el futuro, sobre nuestro futuro, sobre el futuro de los que lucharán por un futuro, y de cómo no habrá futuro. Y, mientras tanto, ajenos a cualquier tipo de preocupación sobre mañana, porque hoy es hoy y es lo único importante de sus vidas, pasan entes casi artificiales. Porque parece que no les importa de qué color amanecerá el mañana, porque para ellos el amanecer significa el fin de su vida deseada, porque una noche de viernes es lo que están esperando toda la semana. Porque sólo viven para esto. Y pasan una y otra vez. Y esta fauna urbana de la noche es, a todas luces, bastante monótona. Todos son el mismo, todas son la misma. Como el cliché heredado de la percepción europea sobre la gente de Asia, de la misma forma me son indistinguibles. Ellas son poco más que una pobre combinación de escote, falda y tacones. Ellos son pelado, camisa y coche. En ambos casos lo importante parece ser que dos vecindarios sean conscientes de su presencia. Porque ellos viven para la galería, y morirán en ella. Porque su máxima aspiración momentánea es convertirse en la atracción estrella de un zoo de asfalto, monos y pavas, un triste zoo en el que los que se deleitan contemplando a monos y pavas son simplemente las pavas y los monos, los mismos que se exhiben para la galería.

Y allí estamos nosotros, a las doce de mañana, soñando con un futuro, uno que no acabará con la salida del sol. Uno que ni siquiera comenzará con la salida del sol. Un futuro que, quizás, pueda comenzar su vida dentro de varios meses. Y aparece ella. Una de escote, falda y tacones, con más de lo primero y tercero que de lo segundo. Su mimesco rostro denota una frustración intensa, y ya es la segunda vez que está al teléfono. Es lógico, imaginamos. Esta perdiendo su futuro, el tiempo pasa y el astro rey gira y gira sin detenerse, y ella aún está esperando en la acera. Da una vuelta, da otra vuelta, y vuelve al mismo sitio de antes. Quizás dentro de unas horas sus zapatos se conviertan en cristal, cercenando tendones y huesos. Quién sabe. Ella cada vez está más nerviosa, se le nota.

Y nuestro futuro sigue avanzando, lentamente. Porque el futuro en el que pensamos está lejos, pero es difícil pensar en él, muy difícil llegar a él, casi imposible retenerlo con nosotros. Porque nuestro futuro es nuestra vida. Y no será hoy, ni será mañana. Quizás, ni siquiera nosotros seamos capaces de vivir nuestro futuro, pero hay que intentarlo. Porque no nos conformamos con una vida de diez horas a la semana. Porque no es lo que queremos. Pero ella ya es feliz, porque un coche de metal azulado, que brilla bajo grandes focos de neón rosas y amarillos ha parado junto a la acera. Porque por fin podrá comenzar su vida esta semana, y entra en el coche. Y desaparece en el camino asfaltado, con ruidos de neumáticos, claxon y motor.

Y nos despedimos al rato, porque ya hemos vivido suficiente por hoy, y hablamos para seguir construyendo un futuro, pero bajo el sol radiante de una sobremesa de domingo, porque nosotros podemos permitirnos el lujo de vivir también los domingos.