Yo, trébol

Cuando un trébol está solo y alza su mirada hacia la luna,
le susurra al dulce viento palabras que nadie puede oír

sexta-feira, 30 de março de 2007

Camina, sueña

Y miras al sol, como si te pudiera devolver una cálida mirada. Y sonríes, como si no pasara nada. Miras a las nubes que te observan desde la lejanía, y no te importa. Pasas indiferente entre las estrellas, y tienen que apartar su mirada, deslumbradas. Hablas con la luna, oscurecida y avergonzada, porque no es capaz de dar más luz que la que refleja de ti. Y no te importa nada. Recorres las orillas de arena, bañadas por aguas de plata, que te acarician suavemente. Y sonríes, como si nadie te hubiera llorado antes. Resuenan tus pasos por calles empedradas, estrechas y altivas, orgullosas y silenciadas. Y callas, como quien dice todo sin decir nada. Descansas en la sombra frondosa de un ramal, vera del camino de la primavera que surcas con decisión. Y sueñas, como si la vida fuera un recuerdo y el futuro fuera un pasado olvidado. Y, mientras tú haces todo eso, ¿qué hago yo? Miro al sol, por sentir lo que tú sientes. Miro a las nubes, le hablo a las estrellas, intentando consolarlas. Escucho a la luna, que llora entristecida. Consuelo a mi mar, enjugo sus lágrimas saladas. Le canto a las piedras, proclamo su belleza para oírlas sonreír. Abrazo las ramas agitadas al viento, intentando calmarlas. Y sueño, como si el futuro fuera la vida, y el pasado un recuerdo olvidado. Y les pido perdón en tu nombre, por todo aquello que te han dado y tú no pediste.


sábado, 24 de março de 2007

Solitaria luna

¿Y cuánto tiempo llevas admirando la luna? Brilla, en una noche no tan oscura como tú. Veo estrellas, diviso un cielo. Veo luces que brillan, a lo lejos, cerca del infinito. Tu noche, sin embargo, apagó todas las estrellas que tenía, una a una. No importa cuán lejos estuvieran, cuánto brillaran, cuán hermosas fueran, ni cuánto tiempo llevaran allí. Una por una las fuiste apagando, intentando acabar con el pálido reflejo que mostraba el estanque de tus lágrimas derramadas. Ahora tu cielo carece de brillo, salvo esa luna redonda que no has conseguido aún apagar. Ahora, sobre un estanque salado que no conoció viento alguno, asomas tu hermoso rostro intentando contemplar lo que has llegado a ser. Un rostro que describe la soledad que has llegado a conocer, sumida en tu oscuridad. Y no te gusta lo que ves. Sin demasiada luz, tus hermosos ojos no son capaces de brillar, de recordar por qué una vez no estuviste tan sola, de por qué una vez la felicidad te escogió. Arrojas una piedra al estanque, las ondas deforman tu semblante, y brillan con tristeza cuando reflejan la luna de tu cielo desamparado. Ella llora por ti, allí en la lejanía. Porque, ahora, ella está tan sola como tú. Acabaste con sus estrellas, igual que la vida acabó con tus alegrías.

¿Fueron culpables los luceros del firmamento acaso? Ya poco importa, dejaron de existir en ti. Lloras una vez más. Tu estanque recibe las gotas que le otorgas, gotas de dolor y soledad. Una gota y otra, desde hace ya mucho tiempo, reunídas formando un espejo. Ellas no están tan solas, se tienen las unas a las otras, unidas desde el primer instante de su nacimiento. Fuiste apagando las estrellas de tu cielo, aquellas que guiaban tus senderos y, a cambio, diste lágrimas de plata cargadas de tormento. ¿Fue un cambio justo? Por eso la luna también llora, porque en tu estanque también se refleja, y alcanza a comprender cuán sola está ella, cuán solitaria es también tu existencia. Ahora que nadie le acompaña en las alturas, sólo tú quedas aquí abajo que pueda dar fe de su presencia. Intenta brillar más que nunca, intenta arrancar bermejos reflejos de tus oscuros cabellos. Intena asemejar su pálido rostro a tu nívea tez. Intenta sonreír, como tu redondeado rostro es capaz de mentir a veces. Puede que para ti no sea nada más que una luz molesta, que estorba en tu profunda oscuridad. Puede que, sin luz alguna, el estanque que observas cada día no sea tan profundo ni tan oscuro. Puede que tú no la necesites a ella, ahora que quieres cerrar los ojos a tu mundo. Pero no puedes olvidar que, ahora, tú lo eres todo para ella y que, sin ti, ella también dejará de existir.


quinta-feira, 15 de março de 2007

Las dos caras de la luna

Hace mucho, mucho tiempo, cuando la Tierra no conocía aún al hombre, la luna ya giraba a su alrededor. Sólo el sol compartía con ellos el espacio infinito que existía. Todos los días, la tierra miraba al sol, miraba a la luna, y miraba el vacío restante. Le gustaba observar al sol, silencioso, lejano, brillante. Sin embargo, con la luna mantenía un lazo más estrecho. Se sentía más similar a ella, pensaba que, a veces, era capaz de comprender y sentir lo mismo que ella tenía en sus entrañas. Junto a ella, no se sentía tan sola en el universo, ambas acariciadas por los rayos de esperanza del gran astro.

Pero la luna, orgullosa y temerosa, tan sólo le mostraba una cara a la Tierra. Una cara iluminada completamente con el brillo del sol, radiante. Pensaba que no era demasiado hermosa, con sus pequeños valles y cráteres, pintada en cenizas. Pensaba que la Tierra, con sus ríos y sus praderas, sus montañas culminadas en blanca nieve y sus llanuras y bosques, era mucho más hermosa y merecedora de la luz, que era capaz de resaltar su completo esplendor. Y, por esto, le ocultaba su cara más oscura al sol, y con ello a la Tierra. Avergonzada de una parte de ella, la luna evitaba que la Tierra viera su lado más sombrío. Y, durante mucho, mucho tiempo, la luna volvía ese rostro cada vez que la Tierra se giraba para intentar contemplarlo.

Así, la Tierra siempre había visto una luna radiante, completamente redonda, resplandeciente por los rayos del sol. Una luna hermosa, sin duda alguna, y más para la Tierra, que estaba encantada con su compañera. Pero un día, la curiosidad de la Tierra se desbordó, y no pudo evitar preguntarle a la luna por la cara que, con tanto celo, mantenía alejada del sol.

— Luna, luna, ¿por qué te escondes de mí? — preguntó Tierra con su infantil inocencia. Luna no pudo sino sonrojarse ligeramente.
— Tierra, tú no lo entenderías, eres hermosa y buena. Al norte y al sur tienes tus mejillas níveas. Cordilleras y bosques te visten, océanos límpidos envuelven tu superficie, y tienes hasta praderas y campos de doradas hebras ondeando con el viento. Pero no todas somos así. — respondió Luna, con algo de tristeza, esa tristeza que sólo puede reflejar aquellos que llevan demasiado tiempo sufriendo su propia condena, una condena que nadie más conoce.
— Pero... ¡si tú eres muy hermosa! — contestó Tierra, sorprendida. — Cada día me alegra ver que mis océanos y mares danzan con tu presencia, y mis ríos y glaciares se tornan gustosamente en espejos para reflejar la estampa plateada que eres en el firmamento, adornando sus monótonas formas con tu belleza. El viento sopla con más fuerza al verte brillar, y los árboles crecen intentando algún día tocar el cielo, para estar junto a ti. ¿Por qué te escondes de mí?
— Tierra, yo no soy de plata, y mi corazón no brilló nunca. Intento sonreír al sol, para que su brillo me haga parecer más hermosa de lo que soy, y os muestro a él y a ti la cara más agradable que poseo. Estoy segura de que, si viérais mi lado más oscuro, no querríais estar junto a mí, y tengo miedo de quedarme sola en el infinito vacío. — contestó Luna por segunda vez.
— ¡Luna! ¿De verdad crees que podré dejar de quererte porque no seas de plata? No importa que no seas de plata. Eres Luna, de carbón o cobre, tanto da. Cada día de mi vida sentí que estabas junto a mí. No importa que no seas de plata. Cada día te miraba, y tú me sonreías. Eres Luna, de carbón o de cobre, tanto da. Cada día meciste a mis océanos y mis mares, mis ríos y mis glaciares, para que durmieran. No importa que no seas de plata. Cada día jugaste con mis árboles, que alzaban sus ramas hacia ti, con la esperanza de tocar tu blanca sonrisa. Eres Luna, de carbón o de cobre, tanto da. Cada día iluminaste mi lado oscuro con tu mirada, haciendo que hubiera luz donde yo no pude encontrar. Plata, carbón, cobre... ¿qué más da? Eres Luna, y es lo que para mí siempre serás.
— ¿Podrás seguir diciendo eso aunque tenga cráteres en el rostro?
— Eres Luna, y es lo que para mí siempre serás.
— ¿Y si dejo de brillar, y a la plata no me asemejo jamás?
— Plata, carbón, cobre... ¿qué más da?
— ¿Y si a veces te doy la espalda, y marcho a mi soledad?
— Nunca vi tu espalda, me agradará poderla contemplar. Y tu soledad, sé que para siempre no durará. Marcha cuando necesites, tu regreso estaré esperando sin faltar. Eres Luna, no importa que seas plateada o rojiza, eres mi compañera, no importa que muestres tu rostro sonriente o tu espalda, yo sonreiré cada día mientras te contemplo, yo sonreiré cada día que pase junto a ti, porque tú eres Luna, de carbón o cobre, eres Luna y es lo que para mí siempre serás.

Y la luna se tornó rojiza en ese instante, durantes unos momentos, a causa de la vergüenza, por haberse repudiado a sí misma. Y, desde ese día, la luna mostró todas sus partes, a cuál más hermosa. Y la Tierra conoció que no sólo había luna llena, y que nunca la había querido tanto como ahora.


sábado, 10 de março de 2007

El hada de la flor

Hubo una vez un niño que creía en las hadas. Se sentaba cada día en el camino que salía de su casa, en la vera del bosquecillo que rodeaba su hogar. Admiraba las flores que crecían allí, junto a los árboles de dura corteza y frondosas ramas. Pensaba que las hadas vivían allí, en las hermosas flores de pétalos anaranjados que cubrían la tierra. Creía que, algún día, podría ver una, revoloteando lentamente entre las flores. Todos los días se acercaba a aquél lugar, esperando con paciencia, observando inmóvil. Cuando llovía, el niño llevaba un pequeño chubasquero azul. Cuando hacía frío, llevaba una bufanda de lana con una flor bordada. Cuando hacía calor, llevaba un pantaloncito que dejaba al descubierto sus pequeñas piernas, y unas chanclas de esparto, rematadas en tela.

Sus amigos se burlaban de él, porque sabían que no existían las hadas, y que las flores no son más que flores. Pero este niño sabía que las hadas existían, y que vivían en el diminuto bosquecito de pétalos anaranjados, donde pasaba las horas del día.

A veces una brisa sospechosa acariciaba los mechones del niño, al par de las briznas del bosque y de las ramas más bajas. Una caricia suave de la mano invisible del viento, recordándole por qué esperaba. Él se limitaba a sonreir, agazapado junto a las flores, esperando a sus diminutas moradoras. Solía acudir cuando el sol estaba bien alto, y marchaba cuando el sol estaba desapareciendo, tiñendo el cielo del color de los pétalos. A veces acudía antes del alba, y otras tantas marchaba con la venida de la dama de plata.

Llevaba varios años acudiendo ineludiblemente a su cita y, aún sin haber encontrado a una sola de las muchas hadas que allí vivían, siempre marchaba con una sonrisa de felicidad en su rostro. Nunca sabía el tiempo que llevaba observando el bosquecito anaranjado, y las horas se le pasaban a gran velocidad. Pero más años pasaron, y el niño fue dejando de ser niño. Poco a poco la parte de niño que le quedaba fue la única que recordaba con claridad cómo vivían las hadas allí, en un campo de flores, y cómo la brisa que mecía sus rubios cabellos eran los aleteos invisibles de las pequeñas criaturas, que le hacían burlas y señas a su invitado.

Y llegó el momento en el que ese niño quedó encerrado lentamente en lo más profundo del recuerdo, y las flores volvieron a su soledad. Y el que fuera niño olvidó que había hadas que le esperaban, allá en la vera del bosque, y dejó de buscarlas, y dejó de acudir a su llamada. Pero ese pequeño niño, aunque confinado en las profundidades de la consciencia, seguía sin olvidar que las diminutas hadas le llamaban entre las flores anaranjadas.

Más años pasaron aún, varios lustros, algunas décadas. Y, un día, la celda del pequeño niño se abrió, y el niño caminó por los senderos oscuros del olvido, hasta la luz de la consciencia. El pequeño niño caminó con paso firme y seguro hacia el recuerdo de las flores, atraído por una intensa luz que brillaba en el interior del que una vez fuera niño, buscador de hadas. Ese día conoció por fin a un hada, y fue consciente de su error. Ese día te conoció y aprendió que, las hadas, flores son.