Yo, trébol

Cuando un trébol está solo y alza su mirada hacia la luna,
le susurra al dulce viento palabras que nadie puede oír

terça-feira, 8 de abril de 2008

Chove

Es temprano. No muy temprano, ha amanecido hace una hora, quizás algo más, pero el sol está oculto, evadido. El firmamento ha sido tomado por unas espesas nubes que definen un grisaceo manto. Una suave brisa sopla propagando el olor a humedad, a tierra mojada. Hace un día maravilloso. Me alejo de la ventana. Hace un poco de fresco. Sonrío. Una camisa es más que suficiente. Se está bien ahí afuera, así que bajo sin pensarlo más.

Estoy caminando ya entre los charcos que se forman en suelos de asfalto. La gente tiene rostros tristes, taciturnos, como hastiados, o simplemente llenos de rencor hacia el cielo. Es Feria. Es Sevilla. Puedo entender su malestar, su desilusión, pero no la comparto. ¡Llueve! ¿No es maravilloso? Sigo caminando, intentando no pisar los pequeños charcos. Mis zapatos no son impermeables, y no quiero mojarme los pies. Saco mi escudo contra las lágrimas del cielo, todo azul, algo remendado, con un blasón que indica de dónde vengo, mi foraneidad en esta tierra. Lo esgrimo contra el cielo, mientras río una vez más.

Las lágrimas se convierten en llanto. ¿Acaso llora el cielo por ver la hipocresía humana ser adorada en estas tierras? Yo también lloro por eso, y no sé lo que los cielos conocen de ella. Es agradable pasear ahora. El sonido de la gotas al chocar contra las hojas, contra los charcos, pequeños arroyuelos recorren las aceras, haciendo dulces cascadas, es hermoso. Desearía tener mi cámara, aunque no sea capaz de captar toda la hermosura que se despliega ante mis ojos vidriosos.

Ya falta poco. Ya casi llego. Aulla el viento como no había hecho hasta ahora. Camino entre árboles que suman sus enérgicos susurros al clamor de los cielos. La gente entristecida camina en derredor. Yo no puedo evitar sonreír aún más, y temo que se convierta en carcajada por momentos. Contengo las ganas de decirle al mundo que hace un día estupendo. ¿Acaso hace falta? El cielo ya lo sabe, yo ya lo sé.

Cruzo la puerta, y entro. Cierro mi paraguas, me seco los pies en el felpudo de la entrada. Y no puedo contenerme más, y con amplia sonrisa exclamo «¡Buenos días!».