Anhelaste tanto volar que, desde la tierra húmeda que sujetaba tus raíces, mirabas cada noche y cada día al cielo, tan hermoso y azulado. Tú, que siempre amaste la luna, hermosa y brillante surcando la bóveda celestial, acabaste por seguir su rastro hasta dar con una brillante estrella. Nunca antes habías visto una semejante. Su luz brillaba de día y de noche, titilaba en la lejanía, caprichosa. Poco a poco fuiste olvidando tu luna, y pasabas días y días buscando ese fulgor impredecible que aparecía rara vez en el firmamento.
Pero nadie te dijo que, aunque fueras capaz de volar, no podrías llegar hasta la estrella que iluminaba aquellas noches entristecidas. Nadie te dijo jamás que, ni como urraca, alcanzarías estrella alguna, ni sol ni tampoco la luna. Que ellas vuelan más lejos de lo que jamás llegarás, tan distantes que pertenecen a un lugar donde nunca podrás vivir. Y era demasiado tarde cuando te diste cuenta. Ahora tienes miedo de mirar al cielo, porque sabes que siguen allí arriba, y sólo te atreves a contemplarlas en el reflejo de las lágrimas que una vez derramaste por ellas, porque así, tras esa pálida superficie de agua, su brillo no parece tan hermoso, ni el cielo tan lejano, y crees equivocadamente que no duele tanto.